Me doy cuenta de que hay demasiadas almas en esta ciudad cada vez que
se abren las puertas y veo el tren atestado. Por sumarme al estorbo citadino
evito que los demás pasen antes que yo y a empellones me acomodo en la puerta
que mira al otro vagón.
Las voces descontentas por no alcanzar asiento me distraen
del grito que el transporte guardaba. Muy tarde (cerraron las puertas) advierto
la retahíla de una anciana ronca y muy vivaz, cuyo monólogo ferviente sobre
“Jesús, nuestro señor” me causa un inmediato malestar. Pero su pasión me
cautiva, lo escucho (soy poco tolerante, pero tolerante al fin) y atiendo a
cada gesto, mirada y ademán.
Nos separa una sección de asientos, ella se aferra con la
zurda al tubo mientras que la otra mano oscila entre la palma que señala a su
interlocutor y el gesto lleno de piedad cada que repite “amén”, como si
enseñara una biblia transparente.
“Porque yo he decidido tomarlo en mi corazón. Yo no vengo a
convencer a nadie, señora, ni a decirles que están mal. Pero los veo cansados,
hartos, que no viven contentos. Míreme a mí, setenta y tres cumplidos y hasta
bailo, amén.”
Tiene razón y no sé qué es más gracioso: ella que atribuye
su “rejuvenecimiento” a Dios o las evidencias vivas de que Él no está en todo, que
la miran como trepanadas, que existen para robar aire aire, incapaces de
generar una opinión.
El tren se detiene de nuevo y es una suerte que sea de
transborde, el ganado se baja con prisa, si no salivan espuma es por el
refresco con que enjugan sus sinsabores y que les forma una pasta blanca en la
comisura de los labios con grietas; para algo tienen que usar la lengua y no va
a ser para hablar coherencias. Y aunque el vagón está más vacío, afuera fluye
la masa humana a empujones, otros se ríen, unos platican, alguno llora,
cientos, miles de pasos. Son demasiados.
Y un segundo escándalo aborda el tren. Si la beata no era
suficiente, soportamos ahora el llanto de ese niño envuelto en el sucio edredón
descolorido de uso. Miro al padre atormentado de gente y calor y de hambre y
hartazgo. Mejor le cedo el lugar que se acaba de desocupar; atrás de él viene
la madre, en piel igual de oscura y contaminada, con el sudor pastoso y seco en
el cabello y los ojos vidriosos por quién sabe qué cosa para calmar el hambre.
Me muevo hasta las puertas que no abren para que puedan
pasar y es ella la que toma el asiento. Él, aún con el niño en brazos, se
acomoda en el suelo, a los pies de ella y soporta algunas patadas leves con
reminiscencia de bronca. Cruzo los brazos sobre el saco y tengo a mi izquierda
la viva imagen del desencanto urbano y a mi derecha a la paladina del optimismo
sacro.
“Por ejemplo, ¿pa’ qué bautizan a los niños? Quesque para
sacarles el diablo. Ignorantes, ¿no saben que ellos nacen puros? Dios no quiere
que lo amemos a la fuerza, a fuerza ni los zapatos entran, ¿o no? Déjenlos, que
crezcan, que maduren y que ellos solitos encuentren a Dios, que tomen la
decisión de quererlo de verdá, amén, ¿o a usté le obligan a querer a alguien?
Ah, ¿verdad?”
“¡Cállate!” le dice él a su mujer en un reclamo fiero que
nadie oye porque las llantas rechinan y el viento aúlla en las ventanas y
alguien vende chicles y la vieja ama a Dios. Pero encima del caldo ruidoso está
el llanto del niño. Me duelen los oídos. Seguro la bestiecita no tiene más de
cinco meses. ¿Para qué tienen hijos si no pueden con ellos? Y que no me vengan
con aquello de los accidentes, me basta esperar a que él voltee, que sepa que
lo veo y (¡ahí está!) cuando cruzamos miradas puedo ver en la suya toda la
historia: último año en una secundaria con leyes de reclusorio cuyo clima de
apatía se disipaba con el fútbol de los recesos, una casa humilde y con
“valores”, madre atenta y preocupada, amigos, mona y alcohol. Fiestas de fin de
semana y el ligue a la muchacha más bonita (quién sabe bajo qué estándar de
belleza). Amor libre, sexo sin compromisos y un régimen de “me vengo afuera”
formaron la ruleta rusa en que hace poco más de un año les tocó la bala.
Pero él sólo mira por comprobar que lo estoy viendo y
regresa al bulto entre sus brazos. Un golpe en la pierna de ella, “¡la mamila!”
y con el alimento prueba suerte, a ver si de una vez se calla. “¿Para qué?”, me
pregunto. Él duda y luego acomoda el biberón sobre los labios tiernos y
seguramente sucios de baba y mocos. La madre los mira inexpresiva, ya ni
siquiera cansada, la cara abotagada sobre el brazo que cuelga del tubo
horizontal. “O los quieres demasiado, o no quieres a ninguno” pienso y ella
respira, como si sólo existiera para eso.
“Yo leo mi biblia todos los días, amén” dice la anciana a
un hombre que sonríe desde su asiento mientras los demás pasajeros suben y
bajan, cambian de lugar, le ponen atención y la ignoran. “Déjeme le leo una
parte del libro de Juan que me gusta mucho”.
Él ve a la anciana y no sé si está molesto o esperanzado.
Le diría que ahí no están las respuestas pero me empieza a doler la cabeza.
“Yo ruego por ellos;
no ruego por el mundo, sino por los que me diste; porque tuyos son, y todo lo
mío es tuyo, y lo tuyo mío; y he sido glorificado en ellos.” En los ojos de
ella hay un montón de ilusiones insulsas, hasta frívolas. Promesas en vestido
de quince años acerca de fiestas con cerveza y lugares para bailar muy
exclusivos, el cabello al aire por la ventana de un camión entre risas que
tenían mucho de inocente y nada de virginal. “Y ya no estoy en el mundo; mas
éstos están en el mundo, y yo voy a ti.” Frecuente rival de su madre y
adoración de su padre. Encima de todo aquello, el plan infalible de hacer un
negocio con sus amistades y hacerse de mucho dinero con poco esfuerzo vendiendo
artículos de belleza. Un amor de novela, ella enamorada de un muchacho cercado
por dos brujas materialistas con antifaz de maquillaje. “Padre santo, a los que
me has dado, guárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros.” Varias
peleas y noches llorando en el teléfono de sus amigas, hasta que el cariño se
sobrepone a todo y logran consumarlo en la cama de ella.
“Cuando estaba con
ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre; a los que me diste, yo los
guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que la
Escritura se cumpliese.” Me causa gracia que él ya está perdido en la lectura
de la vieja, mientras yo estoy a nada de ponerme los audífonos. “Pero ahora voy
a ti; y hablo esto en el mundo, para que tengan mi gozo cumplido en sí mismos.”
El biberón se sujeta sólo, movido por una boquita que sólo se detiene para
volver a llorar. La mano de él agarra el alimento por inercia, no hay
convicción, busca una respuesta. Y yo quiero dársela. “Yo les he dado tu
palabra; y el mundo los aborreció, porque no son del mundo, como tampoco yo soy
del mundo.”
“¿Ya qué importa?”
pienso, “¿qué podría ser lo peor?, ¿quién te va a condenar?” Entonces me ve y
tiene la boca abierta (con lo que odio que la gente deje la boca abierta). Está
desesperado.
“No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes
del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu
verdad; tu palabra es verdad.” La anciana cierra su libro, se persigna, saborea
las últimas frases y repite “no ruego que los quites del mundo, sino que los
guardes del mal, amén, ¿sí entiende, señor? O sea, yo no soy mejor que usté por
tener a Jesús en mi corazón, yo namás vengo a decirle que así soy feliz, ¿y
usté es feliz? ¿Son felices?”
Dejo el descaro para otro momento y la carcajada que habría
retumbado en la cabeza a todo el vagón se me ahoga en una especie de agrura
detrás de la lengua. La anciana ha soltado la bomba y la pareja la mira con
interés genuino, con las raíces de su mundo en peligro. Veo en sus caras, en
sus ojos, que su respuesta es “no”. Ella busca desesperada el amor en el bulto
a sus pies. Él lo está gritando en su cabeza donde se repiten, como una
obsesión, las palabras de su suegro, “ahora es tu responsabilidad y te haces cargo”.
Se siente el cariño impuesto y yo pienso “¿vale la pena así? ¿Todo esto vale la
pena?”
“No estoy buscando que lleguen a rezar, sino que piensen
tantito en Dios. Con lo que yo rezo basta pa’ todos nosotros, se lo juro. Ni lo
hago por dinero, vea, salgo a las siete para vender mis gelatinas y hace apenas
una hora acabé, ¿y cree que me quejo? No me falta nada, porque Jesús nuestro
señor está conmigo y con usté si así lo quiere, amén.”
“Él perdona todos los pecados” pienso, “todos”. El muchacho
mira el bulto entre sus brazos, cuando ve a su mujer no le encuentra los ojos,
hace mucho que hay un velo de rencor entre ellos que los vuelve siluetas
borrosas, manchas de lo que alguna vez sintieron.
“Si me permiten, quiero decir una oración por todos
nosotros.” Suficiente para mí. Me inclino a la derecha y apoyo la mano en el
tubo. Se escucha el “clink” de un anillo de plomo contra el acero inoxidable y
miro a la anciana a los ojos. Entonces ella me encuentra y se detiene. Ojos
como ésos, muy pocos, no retroceden aunque les eches arena, con la firmeza de
las piedras de río. ¡Con qué devoción dice el padrenuestro! De verdad quiere
envolvernos a todos.
Él se talla los ojos con la mano sucia, los brazos
cicatrizados de malos trabajos en “la obra”, la espalda encorvada. Ella, como
sea, encontrará refugio siempre en sus entrañas. ¿Pero él, que tanto le gustaba
ponerse antes que todos los demás? Sólo un año de una nueva prioridad impuesta
le dan a entender cómo será su vida, cómo podría ser su vida. Cómo no quiere
que sea.
La vieja, terminada su oración, se persigna una vez más,
los ojos aún con los míos. “Zaragoza, ¿verdad? Pues que pasen buena noche, yo
hasta aquí llego. Vayan con bien a su destino y tengan buen día mañana, primero
Dios.” Y comparte su sonrisa con todos menos conmigo; antes de bajar me ve con
algo muy parecido al odio. Qué irónico.
Última estación de la línea. Camino a las puertas y antes
de dejar el vagón, dirijo al muchacho una última sonrisa. Le inclino la cabeza.
“Hazlo”, pienso. Sé que se levanta de un golpe, que sale detrás de mí dejando
el biberón en el suelo, que su mujer lo toma y le grita (lo puedo oír) “¡la
mamila, pendejo!”
Yo sigo mi camino. Estoy contento, fue un día productivo. A
mi espalda, él se queda de pie cerca del metro, cansado, harto. Y mira el
espacio entre los dos vagones, los cables, las vías. Escucho el grito de la
madre, casi un forcejeo y luego los alaridos de miedo e indignación de toda esa
gente en el andén. Son demasiados y yo sigo mi camino.
Mario Conde
Abril 2012